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lunes, 7 de agosto de 2017

El 7 de agosto de 1927 fue fusilado el padre Miguel de la Mora al grito de ¡Viva Cristo Rey!

Hoy se cumplen 70 años del martirio de San Miguel de la Mora, y en Colima Antiguo agradecemos al Pbro. Don Guillermo Contreras de la Mora, el siguiente texto que nos relata la vida y obra del primer y único santo colimense:







1. NACIMIENTO, NIÑEZ Y ADOLESCENCIA.

Recostado en la falda de la colina de la Cruz y al pie de la Sierra Madre Occidental del Alo, se encuentra Tecalitlán, pintoresca población del sur de Jalisco. Ahí, a las once de la noche del 19 de junio de 1874, nació el P. Miguel Mora Mora (o De la Mora, como popularmente se le conoce), en la casa de sus padres don José Mora y doña Margarita Mora. Era esta “una de las casas más grandes y bonitas del pueblo –asegura una parienta del P. Miguel- y abarcaba media manzana. Tenía un patio central rodeado por una preciosa arquería, y se localiza a un costado del Jardín Municipal, en donde actualmente existen varios comercios, como Banamex, y algunas casas habitación”.

Al día siguiente, probablemente por la mañana para evitar las lluvias torrenciales vespertinas del verano, fue bautizado en el templo parroquial del mismo lugar por el Sr. Cura D. Manuel G. Hermosillo, párroco de Tecalitlán, de 1855 a 1890. Apadrinaron al nuevo cristiano don Vicente Mora y doña Gracia Mora.

Nadie podía imaginar, entonces, que un santo acababa de nacer…

El P. Miguel tuvo varios hermanos, entre ellos a Regino, Melecio, María, María del Refugio (Cuca) y un medio hermano, Pablo. Todos formaban una familia unida y cristiana y se dedicaban a las labores del campo. Los Mora tenían sus tierras y ganado en el rancho El Rincón del Tigre. Recuerdan las personas mayores de la región que en aquellos tiempos se hacían tres días a caballo de Tecalitlán a esa ranchería.

La infancia y adolescencia del P. Miguel se esconden en el silencio. Dios acostumbra comenzar la obra de sus elegidos en el silencio misterioso de una infancia oculta. Sólo sabemos que Miguel vivió en Tecalitlán hasta que hizo su Primera Comunión y después de haber recibido su instrucción escolar básica. Luego, pasó el resto de su niñez y adolescencia en El Rincón del Tigre, en donde se aficionó a la tierra, a sus frutos, al ganado y a sus crías. Ayudaba a sus padres y hermanos en los trabajos del campo y llegó a ser un buen jinete.

Si es verdad que el paisaje hace al hombre, no cabe duda que el carácter apacible y al mismo tiempo tenaz de Miguel fue forjado, en parte, por los hermosos paisajes serranos de su entorno, de anchuras verdes y de aires transparentes, olorosos a resina fragante.




2. VOCACIÓN SACERDOTAL.

En aquel ambiente campirano, Dios lo llamó al sacerdocio. Desde niño pensó ser sacerdote, y un día –puesto que su papá ya había muerto- expresó este deseo a su hermano Regino: “-Quiero que me lleves a Colima, le dijo, yo quiero entrar al Seminario”. Regino lo llevó a la Ciudad de las Palmeras y se hizo cargo de su sostenimiento en el Seminario.

Carecemos de datos exactos acerca de la fecha de su ingreso al Seminario y de los pormenores de su formación sacerdotal, porque los revolucionarios extrajeron el archivo diocesano de las oficinas del Obispado y lo tiraron al sol y al viento en un rincón del patio de la casa episcopal. Se perdió, también, el archivo antiguo del Seminario.

“No sabemos exactamente cuándo ingresó al entonces Seminario Conciliar de Colima –informa el Sr. Lic. Miguel Aguirre Radillo, actual Secretario del Seminario-; pero ciertamente en 1900 ya era seminarista, pues consta que el día 21 de junio de este año fue inaugurada en el Seminario la Congregación de jóvenes seminaristas, bajo el título e invocación de la Santísima Virgen Inmaculada Concepción y de San Luis Gonzaga, y que fueron 34 los primeros socios activos, entre los cuales figura el nombre de Miguel M. de la Mora. El día 22 de diciembre de 1901, Miguel M. de la Mora fue nombrado bibliotecario de la misma congregación”.

Este documento constata que, en 1900, Miguel era un seminarista de 26 años; pero revela, sobre todo, el amor y devoción de nuestro santo a la Stma. Virgen María, como un rasgo de su profunda espiritualidad cristiana y sacerdotal que se manifestará en el momento de su martirio. Leeremos más adelante que, antes de recibir las balas mortales, el P. Miguel sacó de su bolsillo el Santo Rosario y comenzó a rezarlo. El gesto es elocuente: ¡Llevaba siempre consigo el Rosario, como signo de que llevaba en su corazón a la Madre de Jesucristo, Madre y modelo de los pastores!


3. ORDENACIÓN Y MINISTERIO SACERDOTAL.

Terminada su formación en el Seminario Conciliar Tridentino de Colima, fue consagrado sacerdote en 1906 y cantó su primera misa en su pueblo natal. El neo-sacerdote tenía 32 años. Su primer destino como presbítero fue Tomatlán, Jal.; luego, el 19 de octubre de 1909 recibió el nombramiento de vicario de Comala, con residencia en la Hacienda de San Antonio. Al constituirse el primer Cabildo de la Santa Iglesia Catedral de Colima, en la fiesta de Pentecostes del año 1912, fue nombrado uno de sus Capellanes. Del 29 de octubre de 1914 a mayo de 1918, ejerce el oficio de párroco del curato de Zapotitlán, Jal. Después, nuevamente es designado Capellán de la Iglesia Catedral de Colima siendo, al mismo tiempo, Director Diocesano de la Obra de la Propagación de la fe y Director Espiritual del Colegio de niñas “La Paz”, a cargo de las madres de la Orden de la Adoración Perpetua del Santísimo Sacramento. Desempeñaba estos ministerios cuando se desató la persecución callista, en 1926.




4. PERSECUCIÓN Y CATACUMBAS.

En junio de 1926, el Presidente de la República Mexicana, Plutarco Elías Calles promulgó la famosa Ley Calles que ordenaba la expulsión de los sacerdotes extranjeros, el registro obligatorio de los sacerdotes nacionales, la prohibición de ejercer su ministerio en los templos; la prohibición a todo sacerdote o religiosa de intervenir en escuelas, hospitales, asilos de ancianos y huérfanos; la prohibición de toda propaganda católica; la expropiación de conventos, obispados, seminarios, casas parroquiales, casas o escuelas de la Iglesia. Entonces, los obispos se reunieron y frente al peligro que amenazaba a la Iglesia, ordenaron la suspensión de cultos públicos.

Colima fue el primer Estado del País en que se reglamentó y aplicó el artículo 130 constitucional, pues el 24 de febrero de 1926, Francisco Solórzano Béjar, entonces Gobernador de Colima, expidió el Decreto 126, por el cual exigía la inscripción de los sacerdotes para otorgarles la licencia de ejercer su ministerio. De este modo, los sacerdotes se convertían en empleados del gobierno civil.

Frente a tal agresión, que desconocía y desautorizaba a la jerarquía católica, el Señor Obispo Dr. D- José Amador Velasco Peña, defendió con prontitud los derechos de la Iglesia, pero sus gestiones resultaron inútiles, porque el 24 de marzo del mismo 1926, el Sr. Gobernador Solórzano firmó la reglamentación del citado documento, determinando los “delitos” en materia de culto religioso y las penas consiguientes a los infractores.

En este clima de hostilidad abierta por parte de la autoridad civil, Mons. Velasco Peña decretó, en abril, la suspensión de cultos en la Diócesis de Colima, dado que no era posible, sin traicionar a Cristo y a su Iglesia, acatar las leyes civiles sobre la materia. En julio del mismo año se suspendió el culto público en todo el país, por acuerdo del Episcopado de México, por los mismos motivos.

El P. Miguel Mora de la Mora y todos los demás sacerdotes de la Diócesis de Colima firmaron un escrito de protesta hacia las leyes persecutorias de la Iglesia y de adhesión a la Jerarquía eclesiástica. La declaración impresa que hicieron pública, terminaba con estas palabras: “No, no somos rebeldes, ¡Vive Dios!, somos simplemente sacerdotes católicos oprimidos, que no queremos ser apóstatas, que rechazamos el baldón y el oprobio de Iscariotes”.

Como consecuencia de esta declaración, el Sr. Obispo José Amador Velasco y Peña y sus sacerdotes, sin excepción, fueron procesados: algunos sufrieron el destierro; otros, permanecieron ocultos en la ciudad de Colima. Agotados los recursos pacíficos, algunos católicos del Estado de Colima iniciaron la defensa armada, participando en la llamada “Revolución Cristera”.

El Padre Miguel se ocultó en su casa con el fin de ofrecer los auxilios espirituales a los fieles. Sus familiares le decían con insistencia que se fuera a su Rancho, para salvarse del peligro, pero él valientemente respondió: -“No, ¿Cómo se va a quedar Colima sin sacerdotes?”.

Un día fue descubierto por el General José Ignacio Flores, jefe de operaciones militares, y al reconocerlo como sacerdote lo llamó y de inmediato fue tomado preso. Salió de la prisión después de pagar una fianza, teniendo la ciudad como cárcel, con la obligación de presentarse todos los días en la Jefatura Militar y con la amenaza de encarcelarlo definitivamente si no abría el culto en la Iglesia Catedral, rompiendo así la actitud del clero católico nacional decretada por el Episcopado Mexicano y confirmada por la Santa Sede. El P. Miguel no podía ser cismático, infiel a la Iglesia, al Papa y a su Obispo.




5. EL MARTIRIO.

Estando próximo a vencerse el plazo que le habían fijado para obligarlo a reanudar el culto público, prefirió salir de la ciudad, aunque se perdiera la fianza otorgada. Entonces le dijo a su hermano Regino: “-Ya no aguanto, llévame al rancho”. Así, en la madrugada del domingo 7 de agosto de 1927, el P. Miguel, su hermano Regino y el Padre Crispiniano Sandoval salieron en un coche hasta La Estancia, Col. Allí los esperaba don Juan de la Mora con unos caballos para continuar su camino. Al detenerse en la ranchería de Cardona para tomar algún alimento, una señora se acercó y le preguntó: “¿Es usted padrecito, para que case a mi hija?”. El P. Miguel respondió: “Sí”. Algunos agraristas armados del lugar escucharon la respuesta, lo reconocieron y lo apresaron junto con sus acompañantes. Escoltado por dos agraristas y disfrazado de ranchero, entró el P. Miguel por las calles de Colima, acompañado de su hermano Regio. Al P. Crispiniano Sandoval no lo reconocieron como sacerdote, pensaron que era algún mozo y al entrar a la ciudad se desentendieron de él y pudo escapar.

Los dos hermanos fueron conducidos al cuartel militar callista, ubicado entonces en la manzana comprendida entre la Avenida Revolución y la calle Belisario Domínguez con calle Hidalgo, exactamente donde hoy se encuentra la Escuela Primaria Tipo República Argentina. Poco después llegó el General José Ignacio Flores quien le dijo al Padre: “¿Qué está haciendo aquí, Padre?”. Él respondió tranquilamente: “Pues aquí me tienen”. El General Flores, furioso porque se sentía burlado por la huida del Padre Miguel, le dijo: “Pues ahorita se lo va a llevar la tiznada; lo vamos a fusilar”. El P. Miguel, al oír la sentencia, metió la mano al bolsillo, sacó su rosario y comenzó a rezar. Lo condujeron a las caballerizas del cuartel y le ordenaron que se colocara junto a la barda. Él, con resignación cristiana, sin decir una sola palabra, siguió rezando, besó el crucifijo del rosario y se colocó frente al cuadro formado por los soldados. El pelotón recibió la orden de disparar y el Padre Miguel cayó abatido por la descarga, frente a los ojos atónitos de su hermano Regino. Un soldado se acercó y le dio el tiro de gracia. Eran las doce del día del domingo 7 de agosto de 1927. El P. Miguel tenía 53 años. A su hermano Regino lo tuvieron preso tres días y luego lo dejaron en libertad.

Las personas que se encontraban en la calle, y que hacía poco menos de media hora habían visto entrar al P. Miguel al cuartel, oyeron los balazos. Una soldadera que vio el fusilamiento les informó entre lágrimas: “Acaban de matar a un padrecito, allí en el cuartel. Nomás lo pusieron pegado a la barda y le dieron tres balazones y luego el tiro de gracia”. Vive todavía en la ciudad de Colima, la señora Paula Vega, mamá del señor Jorge Landín, quien asegura haber escuchado los disparos.

El mismo General Flores se presentó a la casa del P. Miguel y le dijo a su hermana María: “Acabo de fusilar a su hermano, mande a recoger el cuerpo”. Y sin más, el General entro a la habitación del P. Miguel para saquearla. Como los familiares no consiguieron permiso de velar su cuerpo, lo colocaron en su caja y lo llevaron al cementerio municipal, en un carretón jalado por un caballo que los colimenses llamaban “Mariposa”. Detrás iba un pelotón de soldados. Fue sepultado en una fosa ordinaria.

Aún después de muerto recibió más ultrajes; pues, pocos días después, el mismo General Flores con un grupo de soldados, fue al cementerio por la noche a exhumar el cadáver, creyendo que el Padre podría llevar consigo alguna suma de dinero, ya que lo habían tomado prisionero yendo de camino. Sacaron el cadáver y, después de registrarlo, lo arrojaron de nuevo, brutalmente, a la fosa; enseguida, aventaron la caja sobre él y lo cubrieron de tierra.

Más tarde, una comisión exhumó los restos del P. Miguel y fueron trasladados a la Cripta de los Mártires de la Iglesia Catedral de Colima. Fue el primer sacerdote sacrificado en esta Diócesis, por lo que la noticia fue muy conocida considerando siempre al P. Miguel, desde el principio, como verdadero mártir: mártir de su sacerdocio, de su fidelidad a Cristo, a la Iglesia y a su Obispo.




6. VIRTUDES DEL PADRE MIGUEL.
Era un hombre sencillo, discreto, sincero y franco; de carácter apacible y tranquilo. Mantuvo buenas y estrechas relaciones con sus familiares; su mamá y su hermana María lo acompañaban en sus destinos. Estando en Colima, convivió con sus hermanos y sobrinos y se mostraba agradecido y cariñoso con ellos. Fue muy trabajador y responsable, tanto en su vida familiar como en su ministerio sacerdotal. La puntualidad y asiduidad fueron unas de las cualidades que lo caracterizaron. Su fe se manifestó principalmente en relación con la Eucaristía, pues celebraba la Santa Misa con extraordinaria piedad.

Durante la persecución continuó celebrando la Eucaristía casi diariamente. La virtud de la esperanza lo hacía anclarse en los bienes futuros porque, a pesar de poseer bienes de fortuna por herencia, se manifestó despegado de ellos. En su casa de “27 de septiembre” No.134 (en donde hoy existe un negocio de autobaños), no había lujos. Todo era sencillo y austero, y la gente entraba con libertad y confianza.

Como capellán de la Catedral, su ministerio consistía en la celebración de las Horas, participar como diácono en la Misa “conventual”, confesar, rezar el Rosario y las Horas Santas. En todas sus actividades se mostraba como un sacerdote lleno de amor a Dios, muy devoto de la Santísima Virgen y dedicado a la oración. Se distinguió como sacerdote caritativo, respetuoso y amable. Era muy buena persona con toda la gente y ayudaba con dinero a los necesitados.

Cuando era necesario iba a los ranchos para auxiliar espiritualmente a los enfermos y moribundos, aunque el viaje fuese largo y cansado. Siempre fue amigo para sus hermanos sacerdotes, quienes lo buscaban para confesarse y pedir su consejo. En todos sus destinos se entregó al ministerio de la confesión. Era un confesor paciente, comprensivo y compasivo. A los trabajadores que dependían de él, no sólo les pagaba con justicia, sino que les proporcionaba lo que necesitaban.

Se distinguió de modo singular, como se ha dicho, por su obediencia a Dios, a la Iglesia y sus Pastores. Por obediencia padeció la persecución y sufrió el martirio glorioso.

Esta es la historia del P. Miguel. Una vida fiel al Señor en las cosas pequeñas como condición para serle fiel en las cosas grandes. No buscó ni ocupó altos cargos eclesiásticos; tampoco destacó por su ciencia o elocuencia, ni como fundador de obras pastorales humanitarias, o como constructor de templos. Una vida sencilla, como una línea horizontal, pero una línea horizontal trazada sobre el Evangelio, siguiendo a Cristo en los acontecimientos de cada día, dispuesto siempre para emprender con su Maestro y Señor, el “camino a Jerusalén”, para la hora suprema. Una vida oculta, casi anónima, desconocida a los ojos humanos, pero grata a los ojos de Dios. Por eso, hoy es el miembro más encumbrado de la Iglesia colimense y de su presbiterio. Y el mejor alumno de nuestro sesquincentenerario Seminario.


7. HACIA LOS ALTARES.
El 22 de noviembre de 1992, S.S. el Papa Juan Pablo II lo declaró Beato junto con otros 24 mártires mexicanos, y el 21 de mayo de 2000, lo declaró Santo, con un grupo de 26 nuevos santos de la Iglesia Mexicana. Al canonizar a San Miguel de la Mora, la Iglesia nos lo propone como ejemplo y como intercesor.

Elevado a los altares, San Miguel nos dice que la santidad es posible, y así nos anima en nuestra peregrinación hacia el Padre. Los santos son testigos de nuestra esperanza. Miguel, el bienaventurado que está en el cielo, gozando de Dios cara a cara, antes fue un hombre salido de nuestro linaje humano y de nuestra comunidad diocesana de Colima; sus parientes viven entre nosotros.

Ejerció heroicamente las virtudes y mezcló su sangre con la Sangre del Cordero. Que su veneración, culto y devoción, subordinada absolutamente a Jesucristo, único Mediador verdadero, estimule y encauce la vida de todos los cristianos del Tercer Milenio que quieran vivir con seriedad el Evangelio. ¡San Miguel de la Mora, sacerdote y mártir colimense, ruega por nosotros!

A SAN MIGUEL DE LA MORA
“Te mataron de pie, como a los árboles.
El sol de mediodía, como testigo mayor,
besó tu cuerpo doblemente ungido.
De golpe, con la muerte,
se hizo verdad tu vida.

Certifico que hiciste bien los pequeños
y grandes deberes dolorosos de la vida
y los indispensables pequeños movimiento;
lo hiciste, como todos los hombres buenos y sencillos:
por amor y por deber,
por fe y por alegría,
por obediencia y por fidelidad.

Cuando la muerte te golpeó,
cumpliste con la misma tranquilidad alegre.
Certifico que naciste para ese día.

El mar y el cielo azul se han hecho caminos
de todas tus esperanzas,
mientras la selva de palmeras sacude
sus cúpulas de júbilo.

¡Salve, Miguel, primer mártir cristero,
alumno de nuestro Seminario
y miembro insigne
del presbiterio colimense!

Danos tu esencia, tu presencia,
tu simple rectitud, tu obediencia y fidelidad
de rayo puro…



Lic. Miguel Aguirre Radillo y
Pbro. Crispín Ojeda Márquez

Edición impresa Seminario Diocesano de Colima.


Colima, Col., 30 de mayo de 2000.