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miércoles, 16 de agosto de 2017

La Resucitada Escasa había sido mi consulta ese día por la tarde: la pertinaz lluvia parecía haber ahuyentado a los pacientes. Sintiéndome desocupado decidí desaparecer e irme al cine con mi esposa, había una buena película. Salimos a las 11 de la noche y nos acostamos a dormir al filo de la media noche. Empezaba a conciliar el sueño, cuando unos suaves golpecitos en la ventana de mi habitación me hicieron levantar: entreabrí la puerta, era un joven de escasos dieciocho años, se sonaba la nariz, probablemente lloraba. Con apenada y suplicante voz dijo: -Doctor, perdone que lo moleste a estas horas, pero mi madre falleció hoy en la tarde y su cuerpo aún está tibio. Lo buscamos a usted sin poderlo encontrar: quisiera comprobar si está muerta efectivamente. Soy hijo de Juan, el carnicero, su amigo. Me sorprendió su muerte, no padecía ninguna enfermedad seria que le quitara la vida. Era mi paciente de mucho tiempo y hacia apenas una semana que la había examinado. -Espera, luego me visto. Ahora salgo.- Le dije. -Si gusta, no se moleste en sacar su coche, yo lo llevo en mi camioneta. Me vestí rápidamente y tomé mi maletín. Le pregunté: -¿A qué hora falleció? -Como a las siete de la tarde. Nosotros le hemos acercado varias veces un espejo en la nariz y no lo empaña. Llegamos al domicilio. Observé a don Juan (el esposo) rodeado por varios amigos sentados en sillas en la calle a la orilla de la banqueta, con una botella de tequila que pasaban de mano en mano. Los cigarros encendidos alumbraban como luciérnagas a cada chupada. Cuando le avisaron de mi llegada, alcancé a oír que dijo: -Ya para qué…. Ya está muerta. –Y siguió con sus amigos. Pasé de todas maneras. Era una casa modesta, la pieza de la sala de entrada repleta con muchas amistades del matrimonio. Seguí la recámara, donde estaba la difunta. Ahí había una docena de mujeres rezando, hincadas, con velas en la mano. Me abrí paso entre ellas, puse mi maletín en la orilla de la cama donde se encontraba el cuerpo. Saqué el estetoscopio y lo estampé en el área cardiaca. Con sorpresa oí con absoluta claridad el tung-tag característico de un corazón normal, no había duda, no estaba muerta. Le examiné el reflejo pupilar y fue normal en ambos lados. No sabía qué hacer, ni qué decir. Era una situación difícil que debía manejarla con extrema delicadeza para no lastimar a nadie. Me dirigí a las rezanderas y les pedí que abandonaran la habitación, podían seguir los rezos afuera. Luego cerré la puerta y me dirigí hacia la mujer. -Doña Goya, a ver dígame: ¿por qué se está fingiendo muerta, engañando a todos? La mujer siguió inmóvil, como ignorando la pregunta. Añadí con decisión: -Mire, le van a descubrir su engaño tarde o temprano y va a ser la burla del vecindario. Si no me responde, tomaré mi maletín y me largo. ¡Que la entierren viva! Bueno, si usted quiere, puedo ayudarla para que no quede en ridículo ante tantas amistades. Además, está haciendo sufrir a la familia. Entonces observé frecuentes temblores en sus párpados, luego rompió a llorar en silencio. -Es que descubrí que mi marido…. Tiene otra mujer…. Y yo no puedo soportar semejante ofensa, dijo llorosa. -Pero mire, con estos engaños no resuelve nada, al contrario, va a quedar en ridículo y será la burla de la gente. Déjeme ayudarla. -Es que seguí con la farsa porque noté que él se mortificó mucho. Sentí que eso me dio resultado. Dispénseme que me levante, pero tengo que ir al baño, porque ya no aguanto las ganas de orinar. Le ayudé a sentarse y más que de prisa, se dirigió al baño. Cuando regresó le propuse: -Mire, voy a decir a la familia que usted tuvo un ataque cataléptico, pero ya se recobró. ¿Le parece correcto? Y aceptó. Abrí la puerta, alcanzando a decir: -¡La señora sufrió un ataque… Pero las vecinas la vieron sentada en la cama y quedaron sorprendidas, abriendo los ojos y lanzando gritos escandalosos, histéricos y como avalancha incontenible entraron en tropel a la recamara, yo me escudé tras la puerta. No supe cómo cupo tanta gente en una habitación tan pequeña. Aquello era un pandemonio, una locura. Las mujeres se santiguaban, otras lloraban: las demás gritaban de alegría. -¡Venga, don Juan, venga pronto, está viva! ¡Bendito sea Dios! Don Juan se abrió paso entre aquel gentío y llorando a lagrima viva, se tiró a sus pies. -¡Perdóname, Goyita! ¡Perdóname! –Lo dijo hincado abrazándole las rodillas. El alboroto, las murmuraciones y los gritos de alegría se mezclaban. Tomé mi maletín, me abrí paso entre el gentío y las sillas tiradas en desorden, y salí a la calle a respirar el aire fresco de la noche. Nadie se dio cuenta de mi ausencia. Eché a caminar por la calle desierta. Había dejado de llover. La noche estaba silenciosa, fresca y tranquila, contrastando con la locura que dejaba atrás. El cielo limpio, tachonado de estrellas con algunas nubes. No pude contener una sonrisa. ¡Qué curioso es el comportamiento humano, y cómo reacciona cuando le ofenden! Apenas había caminado una cuadra cuando me alcanzó Juanito en su camioneta. A leguas se le veía la felicidad. Alegremente me dijo: -Súbase doctor, yo lo llevo a su casa. ¿Dígame, qué le hizo a mi madre para resucitarla? -Yo no la resucité, no estaba muerta. Le expliqué del ataque de catalepsia. –No sé su me creyó, ni falta hizo. Las personas que hayan tenido un padre Juan y unos abuelos con el de Juan y Goya, sabrán a qué familia me refiero. *Memorias de un médico. Enrique Brizuela Virgen. En esta fotografía de los 1950s aparecen el Personal médico, paramédico y de servicios del Centro de Salud “A” de Colima aun hoy día situado en la esquina que forman las calles Juárez y la avenida 20 de noviembre, entre los medicos observamos de pie en segundo término y de izquierda a derecha al Dr. Voges, le siguen el Dr. Llerenas, el Dr. Brizuela ocupa el 5º sitio, después el Dr. Alfredo Juárez Brito –Director-, el Dr. Rafael Meillon, Dr. Alfonso Retana, y el Dr. Jose Quevedo. August 16, 2017 at 10:44PM


Colima Antiguo http://ift.tt/2uKFHPo La Resucitada Escasa había sido mi consulta ese día por la tarde: la pertinaz lluvia parecía haber ahuyentado a los pacientes. Sintiéndome desocupado decidí desaparecer e irme al cine con mi esposa, había una buena película. Salimos a las 11 de la noche y nos acostamos a dormir al filo de la media noche. Empezaba a conciliar el sueño, cuando unos suaves golpecitos en la ventana de mi habitación me hicieron levantar: entreabrí la puerta, era un joven de escasos dieciocho años, se sonaba la nariz, probablemente lloraba. Con apenada y suplicante voz dijo: -Doctor, perdone que lo moleste a estas horas, pero mi madre falleció hoy en la tarde y su cuerpo aún está tibio. Lo buscamos a usted sin poderlo encontrar: quisiera comprobar si está muerta efectivamente. Soy hijo de Juan, el carnicero, su amigo. Me sorprendió su muerte, no padecía ninguna enfermedad seria que le quitara la vida. Era mi paciente de mucho tiempo y hacia apenas una semana que la había examinado. -Espera, luego me visto. Ahora salgo.- Le dije. -Si gusta, no se moleste en sacar su coche, yo lo llevo en mi camioneta. Me vestí rápidamente y tomé mi maletín. Le pregunté: -¿A qué hora falleció? -Como a las siete de la tarde. Nosotros le hemos acercado varias veces un espejo en la nariz y no lo empaña. Llegamos al domicilio. Observé a don Juan (el esposo) rodeado por varios amigos sentados en sillas en la calle a la orilla de la banqueta, con una botella de tequila que pasaban de mano en mano. Los cigarros encendidos alumbraban como luciérnagas a cada chupada. Cuando le avisaron de mi llegada, alcancé a oír que dijo: -Ya para qué…. Ya está muerta. –Y siguió con sus amigos. Pasé de todas maneras. Era una casa modesta, la pieza de la sala de entrada repleta con muchas amistades del matrimonio. Seguí la recámara, donde estaba la difunta. Ahí había una docena de mujeres rezando, hincadas, con velas en la mano. Me abrí paso entre ellas, puse mi maletín en la orilla de la cama donde se encontraba el cuerpo. Saqué el estetoscopio y lo estampé en el área cardiaca. Con sorpresa oí con absoluta claridad el tung-tag característico de un corazón normal, no había duda, no estaba muerta. Le examiné el reflejo pupilar y fue normal en ambos lados. No sabía qué hacer, ni qué decir. Era una situación difícil que debía manejarla con extrema delicadeza para no lastimar a nadie. Me dirigí a las rezanderas y les pedí que abandonaran la habitación, podían seguir los rezos afuera. Luego cerré la puerta y me dirigí hacia la mujer. -Doña Goya, a ver dígame: ¿por qué se está fingiendo muerta, engañando a todos? La mujer siguió inmóvil, como ignorando la pregunta. Añadí con decisión: -Mire, le van a descubrir su engaño tarde o temprano y va a ser la burla del vecindario. Si no me responde, tomaré mi maletín y me largo. ¡Que la entierren viva! Bueno, si usted quiere, puedo ayudarla para que no quede en ridículo ante tantas amistades. Además, está haciendo sufrir a la familia. Entonces observé frecuentes temblores en sus párpados, luego rompió a llorar en silencio. -Es que descubrí que mi marido…. Tiene otra mujer…. Y yo no puedo soportar semejante ofensa, dijo llorosa. -Pero mire, con estos engaños no resuelve nada, al contrario, va a quedar en ridículo y será la burla de la gente. Déjeme ayudarla. -Es que seguí con la farsa porque noté que él se mortificó mucho. Sentí que eso me dio resultado. Dispénseme que me levante, pero tengo que ir al baño, porque ya no aguanto las ganas de orinar. Le ayudé a sentarse y más que de prisa, se dirigió al baño. Cuando regresó le propuse: -Mire, voy a decir a la familia que usted tuvo un ataque cataléptico, pero ya se recobró. ¿Le parece correcto? Y aceptó. Abrí la puerta, alcanzando a decir: -¡La señora sufrió un ataque… Pero las vecinas la vieron sentada en la cama y quedaron sorprendidas, abriendo los ojos y lanzando gritos escandalosos, histéricos y como avalancha incontenible entraron en tropel a la recamara, yo me escudé tras la puerta. No supe cómo cupo tanta gente en una habitación tan pequeña. Aquello era un pandemonio, una locura. Las mujeres se santiguaban, otras lloraban: las demás gritaban de alegría. -¡Venga, don Juan, venga pronto, está viva! ¡Bendito sea Dios! Don Juan se abrió paso entre aquel gentío y llorando a lagrima viva, se tiró a sus pies. -¡Perdóname, Goyita! ¡Perdóname! –Lo dijo hincado abrazándole las rodillas. El alboroto, las murmuraciones y los gritos de alegría se mezclaban. Tomé mi maletín, me abrí paso entre el gentío y las sillas tiradas en desorden, y salí a la calle a respirar el aire fresco de la noche. Nadie se dio cuenta de mi ausencia. Eché a caminar por la calle desierta. Había dejado de llover. La noche estaba silenciosa, fresca y tranquila, contrastando con la locura que dejaba atrás. El cielo limpio, tachonado de estrellas con algunas nubes. No pude contener una sonrisa. ¡Qué curioso es el comportamiento humano, y cómo reacciona cuando le ofenden! Apenas había caminado una cuadra cuando me alcanzó Juanito en su camioneta. A leguas se le veía la felicidad. Alegremente me dijo: -Súbase doctor, yo lo llevo a su casa. ¿Dígame, qué le hizo a mi madre para resucitarla? -Yo no la resucité, no estaba muerta. Le expliqué del ataque de catalepsia. –No sé su me creyó, ni falta hizo. Las personas que hayan tenido un padre Juan y unos abuelos con el de Juan y Goya, sabrán a qué familia me refiero. *Memorias de un médico. Enrique Brizuela Virgen. En esta fotografía de los 1950s aparecen el Personal médico, paramédico y de servicios del Centro de Salud “A” de Colima aun hoy día situado en la esquina que forman las calles Juárez y la avenida 20 de noviembre, entre los medicos observamos de pie en segundo término y de izquierda a derecha al Dr. Voges, le siguen el Dr. Llerenas, el Dr. Brizuela ocupa el 5º sitio, después el Dr. Alfredo Juárez Brito –Director-, el Dr. Rafael Meillon, Dr. Alfonso Retana, y el Dr. Jose Quevedo.

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