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miércoles, 8 de agosto de 2018

LOS COLGADOS Eramos muy pequeñas cuando finalizaba la revolución cristera. Pasábamos las vacaciones en la Ciudad de Colima, ya huérfanas de madre, en casa de una dulce y solterona tía, hermana de papá. El se había quedado con el resabio de no tener descendencia masculina y trataba de endurecernos el carácter desde la infancia. -Vivimos en un tiempo de revoluciones –alegaba- y ustedes tendrán que defenderse por si solas. Y esta realidad no tardó mucho en darnos su cara trágica. En la Ciudad, a diario ocurrían cosas que ignorábamos por nuestra edad. Los simpatizantes de los cristeros eran descubiertos y sentenciados en juicio sumario. Casi siempre eran ahorcados y esto sucedía en La Calzada Galván, hermosa avenida de frondosos árboles a orillas de la Ciudad, donde ahora se encuentran residencias de gran arquitectura. Entonces era un paraje bello, un tanto desolado, con el atractivo de la famosa Piedra Lisa, solitaria formación pétrea de grandes proporciones, que fuera devastada en peldaños por uno de sus lados: especie de tobogán en que generaciones de colimenses dejaron buena parte de sus pantalones. Cierto día, al llegar mi padre de su hacienda, nos llamó a las tres: tía y sobrinas. -Voy a llevar a las niñas a dar un paseo. Verán a un ahorcado que está en la Calzada Galván. Necesitan saber lo que es un muerto porque nunca lo han visto y tienen que irse curtiendo… -¡Miguel! – arguyó débilmente mi tia. Y fuimos. Bajamos del coche de la mano de papá. Nos acercamos casi a dos metros. Otras personas miraban también y una de ellas comentaba que le habían dado un tiro porque en el último momento había querido tomar la reata que lo ahorcaba, con las manos no atadas a la espalda como era costumbre. Me decidí a alzar la vista al tiempo que papá decía: -Está muerto porque era enemigo del gobierno. ¿Quién era el Gobierno? Pensé sin alcanzar la palabra. Tenía los ojos semiabiertos, igualmente la boca, mostrando la lengua. Calzón y camisa blancos manchados de sangre. El viento lo convertía en un lento péndulo, mientras los pájaros desaguaban el río de sus trinos dentro del apretado follaje tropical. El hombre era un fruto podrido, empezaba a oler. Mi pequeña hermana comenzó a gimotear- -¡Tonta! – dijo papá, y nos llevó al coche. A la hora de la cena me pareció percibir el mismo olor. Y ya en la cama cerré fuertemente los ojos para poder dormir. Algunos días después, pese a los argumentos de mi tía, regresamos al mismo sitio. Esa vez era un racimo. Colgaban tres hombres de la inmensa parota. Luego fueron otros. De esto conservo detalles. Días adelante – puesto que las cosas sucedían con frecuencia – mi padre me ordenó subir al coche. -Te llevo a ti nada más porque eres la mayor. Vas a ver cómo se hace justicia. Llegamos a la Calzada. Había un grupo de hombres cerca de un camión con redilas bajadas. Alguno de ellos amarraba las manos por la espalda a un joven pálido. Nosotros permanecimos en la banqueta de enfrente. Después habría de saber que el muchacho era dependiente de una tienda, La Marina Mercante. Le habían encontrado en su casa unos rifles. El hombre fue subido a la parte posterior del transporte. Luego le pasaron el lazo por el cuello. Otro hombre subió al árbol y cruzó la reata por entre las ramas. En seguida el camión fue puesto en marcha de un brusco movimiento. Dio el individuo unos pasos desatentados sobre el borde del vehículo y aún en el aire. Luego se sacudió completo dos o tres veces. Yo tenía la cara cubierta por mis propias manos, dejaba pasar la escena por los intersticios que hacían mis pequeños dedos abiertos, rejas naturales que querían aprisionar un poco o un mucho la infancia que se me escapaba. Al regreso, ni mi padre ni yo pronunciamos palabra. *Griselda Alvarez Ponce de León, La Sombra Niña (Fragmento). Claudette. August 08, 2018 at 01:02PM


Colima Antiguo https://ift.tt/2vOesRK LOS COLGADOS Eramos muy pequeñas cuando finalizaba la revolución cristera. Pasábamos las vacaciones en la Ciudad de Colima, ya huérfanas de madre, en casa de una dulce y solterona tía, hermana de papá. El se había quedado con el resabio de no tener descendencia masculina y trataba de endurecernos el carácter desde la infancia. -Vivimos en un tiempo de revoluciones –alegaba- y ustedes tendrán que defenderse por si solas. Y esta realidad no tardó mucho en darnos su cara trágica. En la Ciudad, a diario ocurrían cosas que ignorábamos por nuestra edad. Los simpatizantes de los cristeros eran descubiertos y sentenciados en juicio sumario. Casi siempre eran ahorcados y esto sucedía en La Calzada Galván, hermosa avenida de frondosos árboles a orillas de la Ciudad, donde ahora se encuentran residencias de gran arquitectura. Entonces era un paraje bello, un tanto desolado, con el atractivo de la famosa Piedra Lisa, solitaria formación pétrea de grandes proporciones, que fuera devastada en peldaños por uno de sus lados: especie de tobogán en que generaciones de colimenses dejaron buena parte de sus pantalones. Cierto día, al llegar mi padre de su hacienda, nos llamó a las tres: tía y sobrinas. -Voy a llevar a las niñas a dar un paseo. Verán a un ahorcado que está en la Calzada Galván. Necesitan saber lo que es un muerto porque nunca lo han visto y tienen que irse curtiendo… -¡Miguel! – arguyó débilmente mi tia. Y fuimos. Bajamos del coche de la mano de papá. Nos acercamos casi a dos metros. Otras personas miraban también y una de ellas comentaba que le habían dado un tiro porque en el último momento había querido tomar la reata que lo ahorcaba, con las manos no atadas a la espalda como era costumbre. Me decidí a alzar la vista al tiempo que papá decía: -Está muerto porque era enemigo del gobierno. ¿Quién era el Gobierno? Pensé sin alcanzar la palabra. Tenía los ojos semiabiertos, igualmente la boca, mostrando la lengua. Calzón y camisa blancos manchados de sangre. El viento lo convertía en un lento péndulo, mientras los pájaros desaguaban el río de sus trinos dentro del apretado follaje tropical. El hombre era un fruto podrido, empezaba a oler. Mi pequeña hermana comenzó a gimotear- -¡Tonta! – dijo papá, y nos llevó al coche. A la hora de la cena me pareció percibir el mismo olor. Y ya en la cama cerré fuertemente los ojos para poder dormir. Algunos días después, pese a los argumentos de mi tía, regresamos al mismo sitio. Esa vez era un racimo. Colgaban tres hombres de la inmensa parota. Luego fueron otros. De esto conservo detalles. Días adelante – puesto que las cosas sucedían con frecuencia – mi padre me ordenó subir al coche. -Te llevo a ti nada más porque eres la mayor. Vas a ver cómo se hace justicia. Llegamos a la Calzada. Había un grupo de hombres cerca de un camión con redilas bajadas. Alguno de ellos amarraba las manos por la espalda a un joven pálido. Nosotros permanecimos en la banqueta de enfrente. Después habría de saber que el muchacho era dependiente de una tienda, La Marina Mercante. Le habían encontrado en su casa unos rifles. El hombre fue subido a la parte posterior del transporte. Luego le pasaron el lazo por el cuello. Otro hombre subió al árbol y cruzó la reata por entre las ramas. En seguida el camión fue puesto en marcha de un brusco movimiento. Dio el individuo unos pasos desatentados sobre el borde del vehículo y aún en el aire. Luego se sacudió completo dos o tres veces. Yo tenía la cara cubierta por mis propias manos, dejaba pasar la escena por los intersticios que hacían mis pequeños dedos abiertos, rejas naturales que querían aprisionar un poco o un mucho la infancia que se me escapaba. Al regreso, ni mi padre ni yo pronunciamos palabra. *Griselda Alvarez Ponce de León, La Sombra Niña (Fragmento). Claudette.

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